Con Agustín y Ana estábamos en la orilla de un lago a solo 5 kms de la frontera con Irak. No teníamos más que unos pedazos de pan y queso y la carpa para ir a dormir. Pero no estábamos solos. Alrededor nuestro había decenas de familias que habían ido de picnic al lugar y la gran mayoría estaba cocinando en unas parrillitas portátiles.
Nosotros «moríamos» de hambre con el olorcito de las parrillas pero no hicimos nada. Estábamos debatiendo dónde poner la carpa cuando se nos acerca una niña de unos 8-9 años y nos ofrece un plato con verduras.
De lejos nos saludaba su familia y nosotros no sabíamos cómo agradecerles. A los pocos minutos la nena vino con algo para tomar. Agradecimos de nuevo. Después vino con más comida. Y de a poco, el resto de los integrantes de la familia fue perdiendo su timidez y fueron acercándose hacia nosotros.
En realidad eran dos familias amigas. Dos amigos, con sus respectivas esposas y sus hijos. Estaban comiendo todos juntos y decidieron compartir su cena con nosotros. Felices. No sabíamos como agradecerles. La única que hablaba algunas palabras de inglés era la nena de 9 años. Con el resto eran todo señas y algunas que otras palabras universales.
Nos matamos de la risa, «hablamos» de todo un poco, nos sacamos fotos y pasamos un momento muy divertido.
Pero no terminó ahí.
No solo nos dieron de comer. Nos invitaron a dormir a su casa. Resulta que una de las familias vivía lejos y todos se iban a quedar a dormir en la casa de la otra familia en Marivan, el pueblo que habíamos estado recorriendo durante el día.
Aceptamos.
Como no había lugar en el auto para que fuéramos todos juntos, de alguna manera nos dieron a entender que iban a ir ellos y que en unos 15 minutos iban a volver a buscarnos. Que no nos moviéramos del lugar.
No teníamos nada que hacer, así que hicimos caso y esperamos.
Dicho y hecho. A los 15 minutos volvió uno de los amigos y nos llevó en su camioneta hasta la casa donde íbamos a dormir.
La situación era de locos, incomprensible para las mentes que no viajan o que no conocen culturas diferentes.
Nosotros no teníamos miedo. Sabíamos que en Irán, pero sobre todo en Kurdistán, esas situaciones son de todos los días.
Llegamos y la casa era muy sencilla, muy simple y minimalista. No era chiquita, pero casi que no había muebles. Nos sentamos en las alfombras persas y conversamos de todo, aún sin lenguaje en común.
Era muy notoria la diferencia de nivel de educación de los amigos y su familias, y se acentuaba aún más en sus hijos. El «jefe» de la familia más educada empezó a burlarse de su amigo y yo me prendí a la broma hasta que me di cuenta que el dueño de casa me estaba mirando con cara de pocos amigos.
La hija de uno se trepaba a las puertas y la hija del otro bailaba y hablaba inglés. Nos dio la impresión de que debían ser dos amigos de la infancia que siguieron caminos diferentes y por las fotos que nos mostraban y por sus formas de actuar, uno había logrado crecer y educarse mucho más que el otro. A pesar de eso, seguían siendo grandes amigos.
Jugamos con los chicos un largo rato, nos dieron té como 3 veces y más tarde el dueño de casa se puso a cantar mientras todos lo seguíamos haciendo palmas.
Fue una experiencia única.
A Anita la «secuestraron» las mujeres. La llevaron a su habitación y la vistieron con ropas tradicionales. A mí me intentaron vestir de kurdo, pero la ropa no me entró. Con mis casi 2 metros, es difícil encontrar alguien de mi tamaño en Kurdistán.
Nos acostamos tardísimo. Dormimos los varones por un lado y las niñas y mujeres en otra habitación. Todos sobre las alfombras, uno al lado del otro.
Al día siguiente nos levantamos temprano.
El desayuno fue un festín, no paraban de darnos comida.
Después de agradecerles enormemente, nos despedimos de ellos y volvimos al centro de Marivan.
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