Llegué a Retiro (terminal de ómnibus de Buenos Aires), desde mi Córdoba, para emprender una aventura más: mi primer trabajo profesional. Era un mundo de gente. Fui directo a tomarme un taxi para ir al hotel que me había dado la empresa para la primera semana de trabajo. Estaba a sólo 5 cuadras del edificio de oficinas donde iba a trabajar. En pleno Microcentro Porteño, en el medio de la «jungla de cemento».
Llegué un domingo a la mañana, por lo que había poca gente en la calle. Como todavía no podía hacer el check in, dejé las valijas en el hotel y me fui a desayunar por la zona. El paisaje me resultó extraño al principio, poca gente, todos jóvenes y con poca ropa (hacía bastante frío); hasta que conecté las ideas y entendí todo. Era domingo a la mañana, todos volvían borrachos de bailar y yo recién me levantaba.
Terminé en Mc Donald’s rodeado de jóvenes que hablaban a los gritos y comían hamburguesas a las 8 de la mañana. Hice tiempo por ahí hasta la hora del check in, y empecé a acomodarme. Desarmé toda la valija (iba a estar una semana en el hotel), y me tiré a descansar. El hotel era bueno, nada del otro mundo, pero la clave era la cama «king size» para poder recuperarme y reponer las energías cada día.
El lunes llegó y me levanté bien temprano para estar preparado para mi primer día de trabajo. Caminando las 5 cuadras hasta las oficinas, tuve mi primer encuentro con el típico Microcentro Porteño que se ve los días de semana, especialmente en hora «pico». Los horarios donde todos entran y salen de trabajar (entre las 8 y las 9 a.m. y entre las 18 y las 19 p.m.). Cada esquina era un cruce de cientos de personas que se las ingeniaban para no chocarse y seguir caminando rápido, muy rápido.
Todos parecían estar apurados o llegando tarde. Después, con los días, me iba a dar cuenta que en el Microcentro la gente camina así por costumbre, no importa la hora.
Arrancó el primer día, inducción grupal, me dieron mi computadora, cables, mochila y otras cosas más y me largaron. La verdad es que esas dos últimas horas que estuve solo con mis cosas (rodeado de gente trabajando, cada uno con sus cosas), me sentí bastante perdido.
Por suerte, ya a partir del segundo día, empecé a integrarme, conocer gente, tener tareas asignadas y logré calmar la ansiedad que tiene toda persona nueva en una institución tan grande.
Todos los días salía de trabajar a las 6 y volvía a la jungla a caminar esas 5 cuadras esquivando gente. Llegaba al hotel cansado, con pocas ganas de salir a dar una vuelta. Era: computadora, celular, televisión o dormirme una siesta. Aislamiento de la locura del Microcentro de Buenos Aires, para que la transición a Capital no fuera tan brusca.
A la noche, todos los días, salía a comer a algún restaurant cercano. El paisaje del centro de Buenos Aires volvía a cambiar. Mucha menos gente, pero ambiente más pesado, más denso, menos seguro. La verdad es que me dio un poco de miedo, y fue por eso que siempre iba a un restaurant que queda en la misma cuadra del hotel. Simplemente para estar la menor cantidad de tiempo posible en ese ambiente «sospechoso».
Algunos turistas inconscientes (sobre todo brasileros), se movían con total naturalidad por el Microcentro de noche. El día de bienvenida en la empresa nos dieron una charla de seguridad explicando las diferentes modalidades de robos en esa zona para que tuviéramos cuidado; y la verdad es que, de noche, el Microcentro no me pareció para nada lindo, tuve una sensación de inseguridad mucho mayor que durante el día.
Como se acababa la estadía en el hotel, el martes fui a ver un departamento en la zona de Belgrano. Por primera vez sufrí la famosa “hora pico”. Me tomé el subte a las 18 (hora en que salen casi todos de trabajar) y la experiencia no fue muy buena.
El subte explotaba de gente, los cuerpos sudados de hombres y mujeres se fundían en una sola masa de gente. El aire era escaso y para muchos era difícil respirar. Por suerte mi altura me beneficia en esos casos, aunque igualmente la pasé mal. De ahí en más aprendí que el subte en hora pico es complicado.
Ese mismo día, después de ver el departamento, volví en subte, tipo 8 de la noche, en dirección al centro, y fue un placer: no había nadie. El subterráneo es un medio de transporte fantástico (es rápido y no tiene tráfico) pero no está bueno cuando hay tanta gente que no se distinguen casi las personas y pasa a ser una sola masa uniforme de gente aplastada.
Para el jueves, la rutina de Microcentro Porteño me estaba matando, no veía las horas de irme a Belgrano. Ese mismo día mi papá tenía una conferencia en Buenos Aires, así que nos encontramos a la salida de mi trabajo, en su hotel (mucho mejor que el mío).
Charlamos un rato, tomamos el té en un bar y mientras él se fue a la charla, yo me fui a descansar a su hotel. Cuando se desocupó, nos juntamos de vuelta y fuimos a comer a un restaurant de Puerto Madero, una de las zonas más “tops” de Buenos Aires. El restaurant era muy bueno, los precios bastante caros, pero con la tarjeta nos dieron un cocktail, el postre gratis y el 30% de descuento sobre el precio total; así que terminamos pagando un excelente precio para la calidad de comida que comimos. Nos despedimos y volví a mi hotel y a la rutina de un joven profesional “pobre”.
Para los que no lo saben, en Argentina los jóvenes profesionales ganan mucho menos dinero que los que no han estudiado. Ilógico? Sí, no tiene sentido, pero es así. Si quieren ganar plata en Argentina hay que ser operario y afiliado a algún sindicato fuerte con un buen convenio colectivo de trabajo (ej: camioneros, petrolero, etc). Dentro de la misma empresa, un chico que recién termina el secundario, de casualidad sabe leer y escribir, no comprende bien los textos que lee; gana el doble que un joven profesional bilingüe recién recibido con buen promedio de una buena universidad. No me creen? Lamentablemente es así. Explicación? Los profesionales están “fuera de convenio”, nadie pelea por ellos. Obviamente que esto es a niveles de la base de una empresa, las posibilidades de crecer de un profesional son mayores, y a nivel gerencial, ya la diferencia es mayor a favor de los “estudiosos”.
Me fui por las ramas, pero era necesario aclarar lo de “pobre” y contarles como es la situación laboral y salarial (absurda) en Argentina. La inflación se come los salarios profesionales pero los sindicatos ajustan bien los ingresos de los “trabajadores” según el costo de vida real.
Bueno, volviendo al Microcentro (lleno de jóvenes profesionales vestidos de “formal sport”), un descubrimiento clave para mantenerme con mi bajo presupuesto fue el de los autoservicios chinos. Venden comida variada, por kilo, para llevar, e increíblemente barata. Todos los día me pregunto lo mismo que en la publicidad del Banco Francés: ¿Cómo hacen estos tipos?
Seguramente que si pasara y viera la cocina, no compraría comida nunca más en esos lugares. Pero como dicen: “ojos que no ven, corazón que no siente”, en este caso: “ojos que no ven, preocupación por mi salud no siento”. Aclaración: ahora dos meses más tarde no voy más.
Hay que destacar que son super eficientes, van conduciendo a la gente: “por acá, por acá” y no pierden ni un segundo, es increíble.
Finalmente no puedo escribir sobre el Microcentro Porteño sin nombrar a los famosos “arbolitos”. Así se les llama a las personas que venden dólares «ilegalmente» en la calle. Hoy en día casi no se puede comprar dólares en Argentina, pero ésta gente lo vende libremente, todos saben dónde y cómo, a un precio mayor, lo que comúnmente es llamado «dólar blue». Como todo mercado negro, es mucho más caro que el oficial. Lo interesante es que uno va caminando, por la calle Florida especialmente, y escucha cada 10 metros: «dólar, dólar, cambio, dólar». Una y otra vez, distintos personajes, repitiendo lo mismo. Algunos argentinos compran ahí en lo que la gente llama «cuevas» (cada día más organizadas y transparentes) y la mayoría de los turistas cambia sus dólares ahí.
Recién empezaba mi aventura en Buenos Aires, y ahora seguía en Belgrano.
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