Tercera vez que fui a Tigre, ese municipio en la zona norte de Buenos Aires, que explotó en los ’90 y que no para de desarrollarse. Las dos oportunidades anteriores había visitado el puerto y mercado de frutos, donde hoy en día se vende de todo, pero más que nada productos de mimbre y madera. Esta vez fue distinto, esta vez me invitó un amigo a pasar el día al Tigre, esta vez fuimos a pasar el día en el río.
La invitación me cayó de casualidad la noche anterior. Tuvimos una reunión con unos amigos de Buenos Aires que no veía hacía tiempo, y uno de ellos me ofreció ir a al mañana siguiente a «andar en lancha». No lo dudé ni un segundo y dije que sí.
He andado en lancha muy pocas veces en mi vida, siempre en el marco de alguna excursión, de vacaciones, nunca por placer; y la verdad es que me gusta tanto que estaba muy entusiasmado. Facu me pasó a buscar al día siguiente, temprano en la mañana, y después de parar a comprar hielo, fuimos directo al club náutico.
Llegamos, nos bajamos del auto, y para mí era todo nuevo. Ahí nos encontramos con Javier y Flor. Ellos habían llegado unos minutos antes y habían pedido que fueran bajando la lancha. Cual película de Monster Inc, había varios depósitos con filas y filas de lanchas una arriba de la otra, que iban moviéndose para bajar la que se necesitaba.
Bajaron la lancha al agua, la dejaron lista y ahí mismo nos subimos y arrancamos. A los pocos minutos ya estábamos navegando por el delta del Tigre. Un lujo! El viento que me pegaba en la cara me daba esa sensación de libertad y naturaleza que tanto me hace falta viviendo en el medio de la jungla de cemento que es Buenos Aires.
Había olor a verde, y sí, por más que me discutan que no existe la posibilidad de oler un color, yo creo que sí. Cerré los ojos y me conecté con la naturaleza, disfrutando del silencio y descansando de la contaminación sonora de la gran ciudad.
El paisaje se redujo a 4 colores:
– El blanco de las lanchas que surcaban los canales.
– El celeste del cielo, absolutamente despejado.
– El verde de toda la vegetación que surge a los costados de los canales.
– Y el marrón, del agua, que contrario a lo que piensa la mayoría, no es por contaminación o suciedad, sino por los sedimentos, la arena y el barro que hay debajo del agua.
Anduvimos por los canales hasta que atracamos en la salida al Río de la Plata, el río más ancho del mundo. Nos quedamos ahí un rato, y al igual que la mayoría de las embarcaciones, nos detuvimos a disfrutar de algo para comer. Habíamos llevado unos sandwichs y tartas como para poder comer rápido y simple. Yo seguía sorprendido por el silencio.
A lo lejos se veía todo Buenos Aires, pero lo que más se distinguía era Puerta Madero por sus enormes edificios. Me contaron que muchas personas salen de Tigre en lancha y se van a almorzar a los lujosos restaurantes de Puerto Madero, una locura.
Comimos algo y nos tiramos a relajar. Javier y Flor tomaron sol en el gomón, mientras Facu y yo nos poníamos al día en la proa. Charlamos horas al rayo del sol.
Todo era nuevo para mí, los pececitos pasando por la pantallita del sonar (radar de profundidad), las luces delanteras del barco con forma de la cabeza del robot de la película «Cortocircuito» o el de «WALL-E» o el robot «C.H.E.E.S.E.» de la serie Friends… El paseo en gomón, era todo nuevo.
Nos pusimos los chalecos, nos tiramos al agua y nadamos hasta el gomón que estaba perfectamente atado a la lancha, pero con una soga bien larga como para poder movernos para todos lados. Facu me dijo que me aferrara fuerte a las «manijas» delanteras del gomón porque íbamos a ir rápido. Yo no creí que fuera tanto (me imaginaba algo parecido a un juego acuático de algún parque de agua de Orlando), no tenía idea de lo que me esperaba…
Empezamos yendo despacio y todo parecía fácil. En el camino hacia los canales, nos cruzamos con todo tipo de embarcaciones, algunas enormes y otras que casi parecían de juguete. Varios barcos que estaban de fiesta y muchos otros que también estaban haciendo deportes acuáticos.
Hasta que llegamos a una zona donde no había tanta gente y «el capitán» se volvió loco, arrancó con todo y empezó la aventura.
La lancha que aceleraba a fondo, y de repente frenaba, círculos para un lado, círculos para el otro; y nosotros que íbamos volando de acá para allá, sosteniéndonos con todas nuestras fuerzas hasta que los brazo no daban más y alguno se terminaba soltando.
Frenábamos, lo íbamos a buscar y arrancábamos todo de nuevo. Estaba buenísimo!
Ahora entiendo la locura de los porteños por el río o de los cordobeses por el lago, la adrenalina de los deporte acuáticos es muy intensa, una actividad muy entretenida e interesante.
Las primeras 4 veces el primero en soltarse fue Facu (incluida una en la que yo, por la inercia de una curva y porque debo pesar 20 kilos más que él, lo terminé empujando para que se soltara), pero en la última yo no podía más.
Estuve casi un minuto colgando, con el cuerpo fuera del gomón, hasta que mis brazos no pudieron más (literalmente sentía que se me iban a desprender del cuerpo) y me solté. Y por el desbalance que generé cuando me solté, el gomón se inclinó, casi que se paró y Facu voló contra el agua.
Después de que todos estábamos cansados ya del gomón, volvimos a la salida del Río de La Plata a anclar ahí y terminar la tarde en la tranquilidad que ofrecía el paisaje. Comimos una medialunas muy ricas, tomamos algo y se armó una partida de truco (el juego de cartas más famoso en Argentina).
Mientras, contemplaba el horizonte e imaginaba la costa de Uruguay, que en días aún más claros y despejados se puede ver sin problemas desde la costa Argentina. El truco estuvo súper peleado, arrancamos atrás, y a la mitad de la partida emparejamos el marcador, para terminar ganándolo en la ultima mano. Cuando empezó a caer el sol, era hora de irnos.
Facu se tiró de nuevo al agua y fue haciendo wakeboard la mitad del camino hasta el club naútico.
Mientras, yo disfrutaba del hermoso atardecer, y sacaba fotos con el celular sin parar (como un tonto me olvidé la cámara). El atardecer en la inmensidad del Río de La Plata y después por los canales fue algo espectacular.
El azul se transformó en una paleta de amarillos, naranjas y rojos muy interesante. Todo empezó a oscurecerse, y las luces de los barcos y lanchas se empezaron a prender.
Si bien no tiene nada que ver, fue una especie de preparación para el crucero que hice con mi familia en febrero. Un acercamiento al agua y a las embarcaciones que hacía mucho que no experimentaba. Una experiencia increíble que no pude olvidar en todo momento, al menos por una semana (por el terrible dolor en los hombros y en los brazos que me quedó por unos días).
Ahora entiendo los embotellamientos de locos los viernes a la tarde de toda la gente escapando de Buenos Aires hacia esa zona. Se respira una tranquilidad que casi no se encuentra en la gran ciudad. Gran plan! Espero poder repetirlo alguna otra vez.
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